Para llegar a la charca debes atravesar la selva
por el confuso verano de tinieblas
iluminado con antiguos helechos,
tejido con veneno y espina.
Debes tomar el sendero que él siguió –el sendero de manos
y pies ensangrentados, sangre sobre las piedras como flores,
bajo las flores encapuchadas
que, como sangre, caen sobre las piedras-.
Para llegar a la charca debes ir por el valle negro
entre la profusión de columnas hechas de silencio,
bajo nubes de hojas
colgantes y pájaros mudos.
Para ir por el camino que él tomó hacia la voz del agua,
donde el sacerdote árbol de espinas espera con sus látigos y fiebres,
bajo las flores encapuchadas
que de los árboles caen como sangre,
has de olvidar la canción de la danza del pájaro de oro
sobre la luz arrojada: debes tan solo recordar
cómo el apremio de la oscuridad
abate tu flaqueza.
Para ir por el camino que él tomó, debes encontrar bajo tus pies
la última charca sin rostro, y caer. Y al caer
hallar, entre respiración y muerte,
el sol por el que vives.